[Este relato fue publicado en la antología del III Premio Ovelles Elèctriques].
A cuenta de la larga carrera y de los graves fallos en su sistema de refrigeración, sus circuitos comenzaban a sobrecalentarse de un modo preocupante. Esta información la percibía más de un forma interna, como una inquietante sensación de pequeño fallo sistémico, que por la propia actividad de sus sensores, suspendidos en su mayor parte debido al ahorro de energía que había tenido que aplicar drásticamente sobre su alimentación interna. De hecho, tal era el grado de suspensión de funciones, que el robot no recordaba a ciencia cierta de quién o qué huía de aquella aterrorizada manera, pese a lo cual no detenía su carrera mi aminoraba su velocidad.
A cuenta de la larga carrera y de los graves fallos en su sistema de refrigeración, sus circuitos comenzaban a sobrecalentarse de un modo preocupante. Esta información la percibía más de un forma interna, como una inquietante sensación de pequeño fallo sistémico, que por la propia actividad de sus sensores, suspendidos en su mayor parte debido al ahorro de energía que había tenido que aplicar drásticamente sobre su alimentación interna. De hecho, tal era el grado de suspensión de funciones, que el robot no recordaba a ciencia cierta de quién o qué huía de aquella aterrorizada manera, pese a lo cual no detenía su carrera mi aminoraba su velocidad.
Era
de noche cerrada y compensaba su déficit de visión con la activación de su
percepción a través del sensor de ecolocalización, aunque era consciente de que
el uso de este sentido añadido implicaba un mayor consumo de batería. Debía
encontrar cuanto antes una fuente de alimentación para recargarse, si no en
menos de cuatro horas la caída de amperaje sería tal que le dejaría fuera de
juego; no podría seguir mucho más a ese ritmo.
Así
pues, y aun a pesar de la apremiante necesidad de huir, el instinto de supervivencia
le hizo detenerse. Debía tratar de refrigerarse y acto seguido activar todas
sus funciones cognitivas para poder pensar con claridad y tomar la decisión
adecuada, de lo contrario estaba perdido. Se escondió agachado entre unas
densas matas de brezal y aguardó bajo la lluvia, en medio de aquel tupido y desconocido
bosque, a que aquella sensación vaga pero persistente de fallo sistémico
desapareciese.
La
noche era fría y los circuitos se refrigeraban con celeridad, así que el robot
no tardó mucho tiempo en activar todas sus funciones cognitivas a plena potencia.
Lo primero que comprendió es que había sido optimista con la estimación de
reservas de energía, la realidad era más dura ahora que la veía con total
consciencia. Las reservas no durarían mucho más de dos horas, por lo que tomó
la drástica decisión de continuar sin la ayuda de la ecolocalización, siendo
plenamente consciente de que aun así no era mucha la autonomía que ganaba,
media hora más a lo sumo.
Y
de pronto, como una bofetada inesperada, le llegó el recuerdo de qué era
aquello que le impelía a huir. La inaudita imagen acudió a su procesador
central con terrorífica nitidez, perfectamente archivada en su memoria. Al
principio dudo de sí, creyó que quizá se había vuelto loco, pero el archivo de
memoria resistió una y otra vez la validación de contraste externo. No le
quedaba más que admitir que era cierto, que de una forma inexplicable y
abominable más allá de la locura, un grupo de seres humanos habían regresado de
los confines de la historia a lomos de sus animales de guerra, armados y hostiles,
supervivientes de otras eras geológicas escondidos en quién sabe qué oscuros
abismos y qué recónditas cavernas. Recordó con claridad los pequeños
castilletes en aquellos enormes animales que los libros de historia denominan
elefantes, las pantallas-cañón de concentración de microondas instaladas en
ellos, y los dolorosos daños que habían provocado en su circuito de
refrigeración fundiendo el serpentín. Recordó los gritos salvajes y el bramido
de los monstruos, y el inicio de su carrera suicida en pos de una salvación
improbable.
No
se dejó llevar por el pánico no obstante, el procesador central aún funcionaba
perfectamente. Trató de posicionarse mediante la red de satélites
georreferenciales pero no fue posible, supuso que debido al denso follaje del
bosque y a la lluvia pertinaz, aunque aun así resultaba extraño no recibir la
más mínima señal satelital. Era forzoso admitirlo: ¡estaba perdido en medio del
bosque! Debido a que había corrido con parte de sus funciones cognitivas en
suspensión ni siquiera estaba seguro de qué rumbo había seguido hasta llegar a
aquel punto indeterminado en que se encontraba.
Intentó
recapitular: le quedaba energía para dos horas antes de entrar en suspensión
total o de arriesgarse a dañar el procesador central, estaba completamente
perdido y a no sabía qué distancia de la fuente de alimentación más próxima, y
además era perseguido por unos seres imposibles resurgidos del pasado lejano
del planeta que habían tratado de destruirle con un cañón microondas. Por más
que lo trataba no era capaz de salir del círculo que formaban estos tres
pensamientos ni de hallar un atisbo de solución, por improbable que pareciese, más
que entrar en suspensión total y confiar en que alguien en la ciudad le echase
en falta y diese la voz de alarma. Sin embargo entrar en suspensión total en
medio de un bosque, sin señal satelital de localización, era casi un suicidio. Aún
así, para el robot lo más terrorífico no era agotar su batería, sino el
recuerdo de los hombres y los elefantes.
Al
final decidió echar a andar en una dirección arbitraria, dado que en principio
todas tenían las mismas probabilidades de aproximarlo a una fuente de
alimentación externa donde recargarse; sólo desechó aquella por donde creía
haber llegado.
No
obstante, pronto comprendió que caminar por el bosque a oscuras, no ya correr,
era una labor compleja sin la ayuda de la ecolocalización. Apenas distinguía el
tronco de los árboles cuando se hallaba a un metro de ellos, y la irregularidad
y pendiente del suelo le hacían pensar, a cada paso que daba, que iba a caerse
más pronto que tarde. Sin embargo poco a poco iba avanzando, y al cabo de un
trecho le pareció percibir una luz lejana y desvaída, que semejaba parpadear
cuando los troncos de los árboles se cruzaban en su trayectoria. Parecía verla
un instante y después desaparecía por un trecho en la desapacible noche
invernal, apareciendo casi imperceptible al cabo. Un atisbo de esperanza animó
al robot, que al menos ahora tenía una dirección en la que encaminarse con perspectivas
de lograr una fuente de alimentación. No fue capaz, sin embargo, de estimar la
distancia que le separaba de la luz vacilante.
Empezaba
tan sólo a consolidarse su mínima esperanza de alcanzar aquella luz, cuando oyó
pasos y el agitarse de la maleza tras de sí, y lo inaudito, lo asombroso, lo
que nunca hubiera podido explicar: oyó voces y palabras pronunciadas en una
lengua articulada pero irreconocible, primitiva y animal, e impropia de un
robot. Sin verlos supo que eran los hombres, que proseguían en su persecución
tras abandonar sus elefantes en la linde del bosque. No tuvo dudas, tenía que
huir de nuevo o sería destruido. Tenía que avisar a alguien de que los humanos
habían regresado de su legendario lugar en los albores de la historia y de que
caminaban de nuevo por la faz de la tierra en busca de una abominable,
imparable y cruel venganza.
Sin
pensárselo dos veces echó a correr, y de inmediato oyó las voces de sus
perseguidores, alertados por el ruido; se inició de nuevo la persecución. El
robot sentía continuamente en su carrera el choque de las ramas y la maleza,
que le desestabilizaban produciéndole más de un traspiés que amenazaba con
arrojarle al suelo. Oía a los hombres cada vez más cerca, y en el sonido
gutural que producían aquellos primitivos cuerpos celulares creía percibir un
eco de alegría y de presentida victoria, como si aquellos salvajes diesen por
ganada ya la partida.
En
cualquier caso el robot no iba a darse por vencido tan pronto, no iba a
rendirse sin agotar sus recursos. La luz no parecía más próxima ni más cercana,
pero hacia ella corría el robot desesperadamente con los bestiales animales
humanos a la zaga cada vez más próximos. Decidió que debía activar la
ecolocalización si quería mantener alguna posibilidad de huir, aun a pesar del
menor tiempo de autonomía que ello comportaba.
Y
justo en ese momento, a punto de activar el sistema eco, perdió pie y cayó de
cuerpo entero a lo que en un primer y fugaz instante pensó que era una zanja.
Pero no hubo golpe contra el suelo, sino que siguió cayendo. Cayendo y cayendo.
Y mientras sentía la aceleración vertiginosa que sufría su metálico cuerpo en aquella
inconcebible caída libre, una sensación inenarrable de pavor le asaltó al
comprender la magnitud del abismo abominable en el que se sumía. El pánico se
apoderó de él y todo fue oscuridad mientras caía y caía por una eternidad.
Cuando
el robot hubo concluido la narración de aquella pesadilla recurrente que le
asaltaba de un tiempo a esta parte, el sicólogo le miró por largo tiempo sin
decir nada, como si anduviera repasando discos internos de información técnica de
contraste. Después de un par de minutos preguntó:
—¿Y
sólo sufre estas pesadillas durante la recarga nocturna, o también sueña si
realiza recargas parciales a lo largo del día?
—Sólo
durante la recarga nocturna —contestó escuetamente el robot.
Siempre
que iba al sicólogo salía de allí con la sensación de que le habían estado
enredando los cables, aun en el caso de máquinas reputadas y prestigiosas en su
campo, como era el caso. La mundana reflexión del robot fue interrumpida por los
relojes internos, que les anunciaban que se había completado el tiempo de la
sesión.
—Procure
enchufarse menos horas durante la noche —le aconsejó el sicólogo—, aunque tenga
usted luego que hacer alguna recarga parcial durante el día; y si le es posible
vaya reduciendo paulatinamente la tensión de entrada de la corriente. Le vendrá
bien.
—Ya
le diré —replicó el robot antes de despedirse.
Una
vez solo en el taller-consulta, el sicólogo estuvo meditando largo tiempo sobre
la naturaleza de aquella pesadilla que desde hacía semanas aterrorizaba de
forma recurrente a cientos y cientos de robots. Para él era patente que aquello
no tardaría en ser algo que traspasara las consultas y gabinetes sicológicos,
pues aquellos sueños angustiosos y reiterativos afectaban a gran parte de los
androides de la ciudad y era lógico que acabara siendo una cuestión de dominio
público. Como máquina científica de alto rango que era, sabía que aquello no
tenía una explicación lógica. Si soñar con árboles y bosques podía llegar a ser
algo anecdótico pero razonable, dado que su extinción no era tan lejana en el
tiempo y que existía en el imaginario colectivo el concepto de bosque como
lugar salvaje y peligroso, vedado para los robots, soñar con humanos y animales
era sin embargo algo completamente inaudito e inconcebible, cuanto más
tratándose de humanos en rebeldía contra las máquinas y dotados de armas
poderosas y letales, una posibilidad de pesadilla robótica que tan siquiera
había sido considerada durante el diseño y programación de los sicólogos
actuales.
Pero
cuando día tras día el profesional oía la misma pesadilla narrada con los
mismos detalles por robots de todo tipo de diseño y de todo tipo de evolución
tecnológica, pasaba de ser algo inaudito y asombroso a ser sencillamente
terrorífico, presagio sin duda de alguna calamidad abominable. No había ninguna
explicación científica para estos hechos, y las que de otra índole que se le
ocurrían eran simplemente pavorosas y apocalípticas.
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