El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español. Conseguimos comunicarnos en alemán, y después, tras descubrir que
ambos habíamos transitado por el seminario, ya con mayor comodidad, charlar en
latín. Él me habló de transmutaciones y piedras filosofales, de alquimias y herméticas;
perseguía lo inalcanzable. Yo le dije de la mística y el sufismo, de las vías
para lograr la comunión de lo divino en el alma humana; quise explicar lo
inefable. Citó a Teofrasto Paracelso; yo al Meister Eckhart.
Quienes en aquella taberna nos escucharon
conversar en la noble lengua romana, asombrados, pensarían que compartíamos
secretos y arcanos, pero lo cierto es que no nos entendimos. Le entregué como
obsequio las Enéadas de Plotino, pero
sé que no disfrutó el libro y seguramente tan siquiera lo comprendió, ya que el
De occulta philosophia que me regaló
me decepcionó terriblemente y no fui capaz de concluir su lectura. Si he de ser
sincero, pienso que no era sino un charlatán espiritualista, y barrunto que él se
forjó sobre mí idéntica opinión.
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