[Escribí hace años este texto -que ahora y aquí recupero- para un proyecto que finalmente no vio la luz. No sabría calificarlo, así que no lo hago...].
Si
por eternidad se entiende, no una duración temporal infinita, sino
intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente, tal dice la proposición 6.4311 del Tractatus de Wittgestein. Un pensamiento
ciertamente hermoso y ciertamente cierto, permítaseme la rebuznancia. Tenía
buenos pensamientos el gran Ludwig. No el gran Ludwig van, queridos drugos; no
hablo de ése. Otro Ludwig de su misma patria (o mejor “matria”; Unamuno dixit), pero de un poco más acá en el
tiempo, de la época en que los hombres de su edad morían en Verdún o en alguna
batalla ignota y estúpida de aquella estúpida guerra. Qué hermoso ese
pensamiento y qué putada vivir la eternidad en el presente de la trinchera
fangosa, con la muerte aguardando junto a la alambrada, y un preciado
manuscrito (¡un Tractatus Logico-philosophicus!) en la mochila
bajo el capote. Vive eternamente quien vive en el momento presente. Creo que es
cierto. Sea lo que sea lo que hay en este espacio invisible tras los ojos, y
aun comprendiendo que vagaremos como polvo entre las estrellas por una
temporalidad infinita, aun así, sé con certeza que eternamente te amo de este
modo inesperado y delicioso, eternamente nosotros, carne con carne, sudor con
sudor; sé con certeza que eternamente el agua en mi rostro, el abismo, la
caverna, el esfuerzo, el asombro, la eterna y ciega confianza que deposito en
ti, hermana cuerda. Eternamente tu rostro desconocido, a medio paso de entrar
en la sombra, en el umbral, bella orquídea, vuelco del corazón. Eternamente la
roca, el agua, la oscuridad. No cómo sea el mundo es lo místico, sino que sea. Otro pensamiento que el
gran Ludwig anduvo paseando por el frente de la Gran Guerra. Pensamientos
ciertamente hermosos, a pesar de lo de la trinchera. Si no prestas atención te
atrapan. Te mecen como las olas del mar y te llevan a las corrientes profundas.
Aunque a decir verdad yo no entendí el Tractatus.
Tan sólo el último capítulo, y eso tras varios asaltos. He de confesar que
medio de ácido y de centras; y he de confesar que tras un largo martes de campo
y con un examen al día siguiente. Saqué buena nota, lo confieso: la pregunta a
desarrollar era “Ética y estética en el Tractatus de Wittgenstein” o algo
parecido, tema del que parece ser había alcanzado la comprensión. Bienaventurado
San Albert Hofmann, ¡cuánto hace que abandoné tu senda! Proposición 6.4: Todas las proposiciones valen lo mismo,
y proposición 6.421: Ética y estética son
una y la misma cosa. Por ahí comenzaba la respuesta. Otro pensamiento del
gran Ludwig. Después del examen debí dormir quince horas. Pero seamos sinceros.
En los cinco primeros capítulos del Tractatus
hay demasiada lógica para mi gusto, y supongo que para el del común de los
mortales; lógica p’arrejastiar, mio jiya.
Pero, ¡ay, queridos drugos! el sexto capítulo es otro cantar. Buenos
pensamientos. Sí, buena onda, pensamientos que te adormecen, que te arrastran,
que te conducen al misterio y a su desvelamiento (o no): Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico (proposición 6.522). Tiene un final
cojonudo, cojonudo de verdad, la puntilla a largos siglos de metafísica y
chorradas aledañas. Sí, el gran Ludwig le dio la puntilla al toro. Mis proposiciones esclarecen porque quien me
entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas —sobre
ellas— ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la
escalera después de haber subido por ella), dice la proposición 6.54 para
finalizar, categórico, De lo que no se
puede hablar hay que callar (proposición 7, la última). ¿Qué es la
eternidad? Callemos como nos aconseja el amigo Ludwig, queridos drugos. Pero este
pensamiento me ha atrapado. Mi aliento eternamente tu aliento. Eternamente roca
y agua. Eternamente polvo entre las estrellas y un punto y final.
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